Tenía fuertes dolores abdominales, busqué ayuda médica y, tras los exámenes, descubrieron que tenía apendicitis.
Fui remitida para una cirugía de extirpación del apéndice. Después de unos días en el hospital, fui dada de alta, pero en mi casa seguí sintiendo el mismo dolor que antes y volví al hospital. Tuve que someterme a una segunda cirugía. Luego de otra semana de hospitalización, tuve que hacerme la tercera cirugía. Esta fue la más complicada. Mi intestino era muy sensible y cualquier cosa podía perforarlo; cuando el médico pensó que iba a sanar, surgió otro problema. Estaba segregando un líquido por el intestino. Los médicos y enfermeras se apresuraron a la habitación y dijeron que sería necesaria una otra intervención, ya que tendrían que ponerme una bolsa de colostomía y permanecer unos días en la Unidad de Cuidados Intensivos (U.C.I.).
Sabía que sólo Dios podía sacarme de esa situación. Mientras mi madre participaba en las reuniones de Sanidad en favor mío, yo estaba segura de que sería sanada; determinamos que esta sería la última cirugía y que ahora Dios me operaría. Al abrir mi abdomen, los médicos se sorprendieron. Mi intestino estaba normal, sin perforación ni infección. Me hospitalizaron durante unos días más para recuperarme de la cirugía, pero pronto me dieron de alta. Supe que Dios estaba conmigo todo el tiempo.