Jacob tardó veinte años en enfrentarse a Esaú y pienso que si no fuera el empujón Divino, tal vez el patriarca hubiera pasado el resto de su vida sin haberlo hecho. La orden para salir de las tierras de Labán y volver a la tierra de sus padres llevaba a Jacob a pasar por Seir, región edomita ocupada por su hermano.
Ingenioso en sus planes para resolver problemas y buscar soluciones, Jacob actuaba, en cierta forma, independiente de Dios. Pero en aquella época, por primera vez, se vio totalmente incapaz.
El Altísimo había pasado veinte años luchando para vencer la naturaleza terca del patriarca y, aunque Jacob había aprendido muchas lecciones, aún le faltaba la más importante: el cambio de su identidad. Al final, para ser padre de una nación santa, y ser una referencia de fe junto con Abraham e Isaac, el interior de Jacob necesitaba ser transformado.
El miedo a Esaú, que aterrorizaba al patriarca, era una prueba de que su fe necesitaba de hecho ser establecida. El hombre que se preocupaba tanto en ver la cara amistosa del hermano ofendido debería desear ver el rostro del Altísimo más que todo. Entonces, para despertar esa sed en él, Dios lo atrincheró y lo debilitó. Permitió que sus recursos se agotasen y sus negociaciones de paz con el hermano fracasasen para que sólo tuviese la fe para recurrir y evitar la masacre.
¿Usted ha estado ante una situación tan difícil que su capacidad era nada delante de ella? ¿Sus habilidades y posesiones se han vuelto tan nulas que usted se sintió en el polvo? Sepa que eso sucede para que así tengamos deseo de quedarnos a solas con Dios, pues sólo así pasamos a tener hambre de Su presencia. Y ese querer es tan intenso que, mientras el Todopoderoso no viene a nosotros, nada más tiene sentido.
Yo, particularmente, nunca viví un momento en mi vida que no hubiese algo que demandaba la dependencia de Dios. Estoy agradecida por esas luchas que siempre exigen de mí el combate de la fe y el deseo de estar sola con mi Señor.
Pero, volviendo a la historia de Jacob, merece la pena recordar que el Altísimo lo había mandado regresar a casa. Pero, ¿cómo llegaría allí siendo el mismo hombre? El tiempo había pasado, pero Israel no había nacido. Entonces surgió la noche decisiva en que el egoísmo, el orgullo, la obstinación que Jacob mantenía dentro de sí, fueron, de hecho, subyugados. Ver el rostro del Soberano significaba la muerte de Jacob y el nacimiento de Israel.
En la lucha espiritual, Jacob usó todas sus fuerzas. Él abrazó al Ángel, que era una manifestación del Señor Jesús, con todo vigor y fe. Con el deseo de partir, pero sin tener tregua por parte de Jacob, que permanecía agarrado a Sí, el Ángel hirió la articulación de la pierna del patriarca.
A pesar de herido, la reacción de Jacob impresionó profundamente a Dios: “No te dejaré ir, si no me bendices.” Gn 32.26
Bendita la herida que lo dejó cojo y con dolor, pues en aquel momento su fe fue recompensada. La noche más oscura y difícil de la vida de Jacob hizo nacer el día con el sol más brillante que jamás había visto. Claro que, en realidad, no fue el patriarca que venció al Señor Jesús, porque, humanamente, él no tenía fuerzas para ello. Lo que sucedió, de hecho, fue que el Hijo de Dios se dejó ser vencido al ver tanta actitud de fe.
El Eterno quiere tener de nosotros toda nuestra disposición, fuerza y confianza.
Sin embargo, muchas personas empiezan una lucha con Dios, pero salen derrotados, pues, se dejan vencer por el desánimo, por las dudas o la cobardía.
Sepa que, si usted quiere vencer, tiene que tener coraje para mantener la tenacidad del comienzo de la batalla hasta el final de ella. Empezar a luchar es importante, pero terminar la batalla que iniciamos es lo que de hecho hace que haya un nuevo día en nuestras vidas.