Desde muy joven me volví desconada con todas las personas por causa de las veces que fui decepcionada y engañada.
Cuando me casé supe que no iba a ser feliz en mi matrimonio, incluso, descubrí que no sentía afecto por aquella persona, esto y otros factores me llevaron a separarme de él ya que la relación se desgastó y había muchas peleas y desentendidos.
Dentro de mí siempre me hice cientos de preguntas que no conseguía responder, por ejemplo: ¿Qué hice mal?, ¿por qué no soy tan feliz como anhelo?, ¿en que me equivoqué? ¿no entiendo qué me pasa?
Cuando miraba para cada aspecto de mi vida, me llenaba de una sensación de frustración muy grande, pues todo estaba mal.
Por otro lado tenía muchos problemas espirituales, mal carácter, era demasiado dura con mis hijos, sufría de constantes dolores de cabeza, y me angustiaba porque a pesar de tener un buen trabajo y excelentes ingresos, el dinero se me iba “como agua entre los dedos”, esto me llevaba a llorar porque no sabía, como haría para solventar las necesidades de mis hijos.
Siempre pensé que no era suficientemente buena para mis hijos ya que ellos no se acercaban a mí para confiarme lo que les pasaba o los problemas que podrían estar enfrentando.
Con todos estos problemas llegué a la Iglesia Universal a través de una invitación que me hicieron, fui aprendiendo a usar mi fe en cada reunión que participaba y así vencí los problemas, enfermedades, peleas familiares, la escacez y los tormentos espirituales que tenía.
Pero el mayor de todos los milagros fue haber tenido un encuentro con Dios y ser bautizada con el Espíritu Santo, pues a raíz de este privilegió pasé a ser una persona equilibrada emocionalmente, Dios me dio paz y alegría, las que no son removidas por ningún problema.
La presencia de Dios en mi vida y en mi familia, nos da fuerza necesaria para enfrentar y vencer todas las dificultades que pasamos a diario, a través de la fe.