En 1993, mi marido y yo, fuimos enviados a Madeira, una bellísima isla en el Océano Atlántico, cerca de África y Portugal. La iglesia local estaba abierta hacía poco tiempo, por esa razón teníamos que dar cuenta del trabajo iniciado. Vivíamos en la capital Funchal, pero desarrollábamos el trabajo de evangelización en toda la extensión de la isla.
Un día, Domingos, mi marido, decidió ir a Porto Santo, una isla vecina en aquella región. Tomamos un barco que salía todos los días por la mañana y regresaba en la tarde.
Al parecer el día estaba tranquilo con un hermoso cielo azul, pero para nuestra sorpresa, en alta mar, las aguas empezaron a agitarse. Mi primer reacción fue tener nauseas, y cuando miré al lado, vi a casi todos de igual manera. En el barco había aproximadamente unas 80 personas, y sólo veía a la gente pálida y vomitando por todos lados. Pero, todo se puso aún más complicado con una fuerte tormenta sacudió aquella embarcación durante casi dos horas.
No fue fácil enfrentar aquella agonía y ver que la desesperación llegó hasta a la tripulación. Hubo un momento en que pensé que acontecería lo peor, hasta que logramos avistar a lo lejos la costa de Porto Santo. Mis ganas era lanzar el ancla en aquella playa y tirarla hacia el barco para salir rápido de allí, jeje.
Pero, peor que las tormentas en alta mar son las tormentas de la vida. Ellas llegan repentinamente y duran, muchas veces, durante largos períodos de tiempo. Eso acontece cuando, por ejemplo, al ir a una consulta médica de rutina, se escucha que usted o un miembro de la familia, se encuentra con una grave enfermedad. O, en un día como cualquier otro, llega contento para trabajar y se escucha la famosa frase: “Usted está despedido”.
Todavía hay tormentas que se instalan con la traición del cónyuge, y de repente, años de matrimonio sólido se convierte en nada. Sin hablar, aquellos dolores que llegan por un injusto juzgamiento y condenación, o sea, usted es involucrado en una situación mentirosa y es tenido como culpable, sin al menos ser oído. Gran parte de las personas ya pasaron por esos y tantos otros vendavales a lo largo de su existencia.
Como mortal, frágil, sentimos el barco de nuestra vida ser sacudido por el sufrimiento y nos sentimos arrojados de un lado hacia otro por los vientos y por las olas de este impetuoso mar. Tengo experiencia en algunas de esas tormentas, y puedo decir que, lo que más duele es el tiempo de espera hasta que todo se calme nuevamente.
Los discípulos también pasaron dos veces por situación similar. En una de ellas, tenían al Señor Jesús durmiendo a bordo y, aún así, vieron el mar con grandes olas a punto de casi hundir su pequeño bote. Algunos de esos hombres eran excelentes pescadores, pero estaban desesperados con la grave situación. Ya sin tener que hacer, uno de ellos fue hasta el Señor para despertarlo y dijo: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Mc 4:38). En otras palabras querían decir: “Maestro, ¿el Señor no hará nada? Estamos a punto de morir ¿no te das cuenta?”
Si las tormentas golpearon el bote en el que estaba el Salvador, me hace pensar que no existe un mar para el justo y otro para el impío. O sea, navegamos todos por el mismo mar, que es este mundo lleno de luchas. Pero, hay algo que hace toda la diferencia en medio de las tribulaciones: tener la presencia de Dios con nosotros. Ella es la garantía que jamás vamos a perecer.
Por último, usar la fe es la actitud cierta en los momentos de dolores e injusticias. Nunca, pero nunca mismo, piense en abandonar el bote o desistir de la vida y de las personas a causa de las malas circunstancias.
Aunque en este momento usted esté siendo zarandeado de un lado hacia el otro, crea que invocar a Aquel que calma cualquier tormenta y vendaval es la salida. En definitiva, si no podemos evitar las adversidades, podemos clamar por socorro, y ciertamente vendrá.