Me llamo Regina, concurro a la Universal desde niña: soy hija adoptiva. Llegué con mi tía (ya fallecida) a los diez años; hasta mis 26 años nunca me había tomado nada en serio en la iglesia, y sufrí mucho en la vida sentimental durante ese tiempo. A mis 20 años comenzó realmente mi sufrimiento. Comencé a desear irme al mundo de la prostitución, pues nada me salía bien; no lograba ser feliz en la vida sentimental y no lograba un empleo estable.
Entonces, juntando las dos cosas, llegué a la conclusión de que la prostitución sería mi puerta hacia la libertad (el principio de mi vicio, pero no me imaginaba dónde iba a terminar eso). Sin embargo, estaba en la iglesia y, por más que lo intentara, no lograba alejarme, pues algo me mantenía allí. No tenía idea de lo que era, pero en el fondo nunca quise irme de verdad.
Al principio me involucré con la prostitución virtual y llegué a la pornografía; pensaba que eso era la peor cosa del mundo y me preguntaba cómo alguien lograba volverse adicto a eso. Pero seguí con mis planes. En la vida real era una, en internet era otra; tenía dos vidas. Me prostituí virtualmente con diversos hombres, llegué a enviarles fotos íntimas a algunos y me involucré en una relación virtual con uno, sin embargo, cada vez que quedaba en encontrarme con él, algo salía mal. En eso, él comenzó a hacerme amenazas a escondidas, y empecé a tener realmente miedo. Iba a la iglesia sin querer ir; era empujada por mi tío y no quería saber de Dios. Los pastores eran una molestia, y el obispo Macedo, un arrogante hipócrita (perdón obispo Macedo y pastores), pero, desde entonces hasta hoy, mis ojos fueron abiertos, vi el abismo en el que estaba, y tuve tiempo de volver. Me liberé y recibí el Espíritu Santo.
No pasó un año, y el diablo que, durante ese tiempo no desistió de mí, encontró una forma de derribarme. Tuve una pelea muy seria con una persona y, creyendo ser víctima de una injusticia, terminé guardando rencor. Con eso, volví todo atrás, con una diferencia: ya no quería prostituirme, pero comencé a sentir falta de la pornografía.
Al principio logré resistir, no le veía la gracia, pero, cada día sin acceso a internet pasó a ser un tormento. No obstante, cuando comencé a volverme adicta a la pornografía, una voz me avisaba: “Eres adicta, pide ayuda, ve al tratamiento.” Pero otra voz me decía: “Nada de eso, es solo para relajarte, una manera de escapar, no te perjudica. Un adicto es quien toma, quien fuma y se droga; esto no es un vicio.” Eso fue así durante casi un año. Dejé de ir a la facultad solo para satisfacer mi vicio, pues era el único horario en el que estaba en casa sola. En el período de la mañana, en una de esas mañanas, vi su programa y llegué a la conclusión de que estaba necesitando ayuda, pero el orgullo no me dejaba ir al tratamiento. Pensaba que, por estar en la iglesia en las reuniones de liberación, miércoles y domingo fielmente, ya estaba bien. No me aparté cuando caí espiritualmente, al contrario, busqué fuerzas para continuar, pedí ayuda, fui sincera, pero nada se resolvía.
No dejaba de manifestar y parecía que el vicio estaba empeorando; cuanto más luchaba contra él era peor, tenía crisis de abstinencia idéntica a las de los alcohólicos, me temblaba el cuerpo, me enojaba, a veces llegaba a ser agresiva y, de pronto, comencé a odiarlo (disculpas). Me parecía un absurdo lo que usted hacía; me preguntaba “¿Cómo hace eso? Está bien, sé exactamente cuál es el tratamiento, pero ¿cuál es la diferencia entre lo que él hace y lo que los demás pastores hacen?” Juraba que había algo armado ahí, y no lograba creer que el vicio tenía cura; ya estaba casi desistiendo de todo nuevamente y me parecía un absurdo que usted abriera una lata de cerveza en el Altar.
Hasta que en mayo del año pasado fue cruel, hacía tiempo que no veía la programación. Hubo un día en el que tuve que levantarme de madrugada para llevar a mi hermana a la estación, y cuando volví a casa, sin sueño, encendí la TV, puse el canal 21 y me acosté en el sillón; me dormí y me desperté con usted diciendo que el tratamiento no es solo para las personas de afuera, sino para el pueblo de la Universal también, y todo lo que pasó después fue un diálogo entre nosotros dos; todo lo que yo pensaba, usted lo negaba y me mostraba lo correcto.
Pasaron unas semanas, dos obreras de mi iglesia fueron a trabajar en el tratamiento y me llamaron a mí y a una joven realmente solo para acompañarlas, ni siquiera me estaban llevando para hacer el tratamiento, pero mi primer pensamiento fue: “Voy, veo “cuál es la del obispo” y lo pongo en práctica el viernes; me curo y aprovecho y me saco la duda si esa gente realmente se cura así al instante.”
Nuevamente, solo que esta vez personalmente, tuve que oír muchas verdades que no quería, pero salí ese primer día decidida a hacer el tratamiento fielmente, bien hecho, por lo menos hasta el último domingo del año. En los primeros dos meses tuve muchos problemas de orgullo, no quería aceptar todo, pero, cuando decidí obedecer, en un mes me liberé.
No tengo más deseo; entro y salgo de internet en cualquier momento y no veo nada de pornografía. No tengo más crisis de ansiedad, temblores ni agresividad. Solo tengo que agradecerle a Dios por Su paciencia hacia mí, y a usted por la dedicación en probar que sí hay cura para cualquier tipo de vicio, basta que la persona quiera.
Gracias, obispo, por haber pedido ayudarme ese día. Yo no sabía que en seis meses estaría dando mi testimonio.