Comencé a tener falta de apetito y debilidad, mis ojos y piel se volvieron amarillos. Por lo que acudí a un Centro de Salud e ingresé por el área de emergencias; cuando llegué, me realizaron un análisis de sangre. Había fuerte sospechas de hepatitis, -una inflamación que ataca al hígado-. Todo empezó a empeorar: no podía comer y mi cuerpo se ponía cada vez más amarillento. Pasé por 11 hospitales, fui observado por más de 30 médicos y ninguno de ellos pudo descubrir lo que tenía.
Muerte segura. Pasé de 90 a 70 kilos en una semana. Solo podía dormir con sedantes. Llegó un momento en que sudaba un líquido verde. Me dieron de alta, pero, en la madrugada empeoré, vomité y evacué mucha sangre. Regresé al hospital prácticamente muerto, directo a UCI. Estuve conectado a máquinas, con transfusiones de sangre y sueros.
El médico dijo que no había nada más que hacer. Salí del hospital un martes y fui a la Iglesia, participando y perseverando en las cadenas de oración, los síntomas desaparecieron; comencé a ganar peso. Al regresar al hospital, muchos profesionales de la salud me dijeron que no era posible que siguiera con vida, ya que había salido de allí prácticamente muerto. Me casé, tengo mi familia, hago actividad física, trabajo y estoy saludable. Fue por la Fe que fui sanado. Nunca dudé de que me curaría.
Sr. Felipe Mendes