Mas tú y tus hijos contigo guardaréis vuestro sacerdocio en todo lo relacionado con el altar, y del velo adentro, y ministraréis. Yo os he dado en don el servicio de vuestro sacerdocio; y el extraño que se acercare, morirá. Números 18:7
El amor de Dios por Su pueblo era tan grande que Lo hizo descender de Su magnífica morada, el cielo, y habitar entre ellos en una tienda en el desierto.
Con el establecimiento del Tabernáculo, surgió la necesidad de encontrar personas que pudiesen servir con el máximo celo. Ese nuevo lugar sería el punto de encuentro entre el Altísimo y el hombre. Todo el ambiente, el servicio y las intenciones deberían ser santos para que Dios se sintiera en casa, tan bien como si estuviese en el cielo, rodeado de santidad. Pero, ¿quién estaría preparado para tamaño privilegio?
¿Qué criterios usa Él para confiar responsabilidades tan importantes al hombre?
El celo, manifestado por los levitas al no aceptar la iniquidad en medio del pueblo, atrajo la atención del Eterno Dios, pero esa elección es, sobre todo, un favor inmerecido, pues ningún mérito o cualidad humana daría condiciones para estar a esa altura.
La elección fue hecha. La tribu de Leví recibió la misión que fue denominada por Dios como un presente. Ofrecido en demostración de amor y confianza a ellos. De ellos saldrían los levitas, los sacerdotes y el sumo sacerdote. Cada uno con función específica, sin embargo, solo alcanzaría éxito en la Obra si no hiciera por imposición o mera obligación su trabajo.
Era deber de los sacerdotes celar por la santidad del Tabernáculo, no permitiendo que fuese profanado, pues Dios no los perdonaría si eso sucediera. Cuidaban el Altar, el Santuario y los sacrificios. ¡Nadie más podía hacer eso!
No les correspondía a ellos inventar algo diferente de lo que había sido ordenado, tampoco podían transferir sus responsabilidades a otros.
Los levitas eran los auxiliares dados por el propio Dios a los sacerdotes como dádiva para que no estuviesen recargados. Sin embargo, sus responsabilidades eran diferentes.
Ellos ayudaban en la manutención y en el transporte del Tabernáculo, cuando Israel levantaba campamento.
Sin embargo, no podían tocar los utensilios sagrados, realizar los sacrificios de los animales, quemar el incienso sagrado, reponer el aceite del candelabro o cambiar los panes de la mesa de la proposición cada sábado.
Si no seguían estas órdenes, tanto ellos como los sacerdotes serían castigados. No correspondían a los levitas las decisiones y la planificación del trabajo, pero como buenos ayudantes, obedecían todas las direcciones dadas.
Y así aprendimos cómo el Altísimo quiere ser servido hoy.
Ministrar las cosas sagradas es motivo de gloria indescriptible y nunca un peso. Cada uno desarrolla bien su dádiva en servir cuando lo hace con temor, placer y santidad.
En esa época, dos sacerdotes, Nadab y Abiú, se equivocaron al presentar fuego extraño, o sea, usaron brasas que no eran del altar del holocausto para encender el incienso.
Ellos fueron negligentes y no ejercieron el oficio sacerdotal como Dios lo había ordenado, sino que lo hicieron a su manera. Fueron exterminados dentro del Santuario, aún siendo hijos de Aarón el sumo sacerdote.
Por esa razón está escrito: ¡Maldito el que hiciere indolentemente la obra del SEÑOR! Jeremías 48:10
Al sumo sacerdote le fue dada la responsabilidad de atravesar los tres velos, ir hasta donde ningún otro hombre podía entrar, el Santo de los santos. Era el representante del pueblo y recibía la dirección venida directamente del Altísimo.
Servirlo a Él es un presente sublime y exclusivo dado solamente a quien fue escogido. En la Obra de Dios no hay lugar para aventureros o extraños, sino para los sinceros temerosos y fieles.