Ella siempre estuvo ahí presente. Era una mujer llena de talentos y yo la miraba.
Sabía hacer de todo: planchaba la ropa con excelencia, cocinaba, hacía deliciosas tartas y pasteles, ropa y muñecas de paño; ¡yo la admiraba!
“¿Puedo ayudar? – Le preguntaba yo.” Está bien. Con tus dedos haz una bolita acá…bien acá.
Ella se quedaba hasta muy tarde haciendo las muñequitas y yo veía el placer y el empeño que ponía en su trabajo.
“¿Puedo quedarme yo también?”
Ya es tarde. Vas a tener sueño.
“No, no tengo sueño.”
Está bien. Quédate sentadita por acá.
“Yo la observaba.”
Era ella quién se iba a dormir muy tarde; pero al día siguiente muy temprano estaba desenvolviendo nuevamente todo su talento. Ella fabricaba muñequitas de paño, hacía vestidos para la gente de la alta sociedad y era muy pero muy exigente con su trabajo. Yo la cuestionaba.
“Pero, está bien así.”
No, está mal hecha la costura…quítala, así la arreglo.
Esta muñeca tiene el cabello feo, voy a cambiarlo.
“Está linda.”
“mmm…este lado está más largo que este.
Tengo que cortarlo y hacerlo de nuevo.” – decía ella. Los años pasaron y yo crecí.
“No voy a entregar este trabajo en la escuela.
¡Está horrible! Tengo que hacerlo de nuevo.”
“Pero, está muy lindo así.” – me decía ella.
“ ¡No!”
Y fue así que yo comencé a ser como ella; es decir, como mi madre…
Su perfeccionismo y exigencia con ella misma estaban ahora adentro de mí. Empecé a ser como ella sin que me lo exigiera. Solamente la observaba, estaba a su lado y veía sus virtudes. Eso fue suficiente para que su ejemplo quedara grabado en mi intrior. Sin embargo, sólo me di cuenta de eso con el paso de los años.
Todo para mí tenía que estar perfecto: mis tareas del colegio, mis libros no podían estar en mal estado y mucho menos sucios. Cuando llegaba de la escuela me sacaba el uniforme y lo doblaba bien. De ninguna manera, jugaba en el piso sin antes cambiarme de ropa. Todo eso lo hacía sin darme cuenta y sin recibir ninguna reprensión de mi madre. Yo ya me había vuelto como ella.
Ella me influenció sin decir una sola palabra.
Por un lado, eso me ayudó ya que después de casarme supe como tenía que ser y hacer las cosas. Yo veía a mi madre y no tenía excusas para decir que ella no me había enseñado. Lo que vemos en nuestras casas queda guardado en nuestro interior y sin darnos cuenta lo guardamos para toda la vida. Muchas veces nos llevan a ser mejores personas y otras veces nos perjudican.
Ser muy exigente y perfeccionista conmigo misma me trajo algunos problemas ya que con el tiempo me volví completamente insegura. Siempre pensaba que lo que hacía estaba mal y que podía hacerlo mejor, tenía vergüenza de cocinar para otras personas porque para mí todo tenía que estar perfecto.
Hace poco tiempo, me di cuenta de que esa inseguridad se debía a esa exigencia conmigo misma y que venía desde hace mucho tiempo atrás.
Aprendí a lidiar con eso, luchando conmigo misma en contra de esa inseguridad y voy venciendo día tras día.
La mayor influencia está adentro de nuestra casa y muchas veces ni nos damos cuenta de eso.