Después de hablar durante muchos años con la humanidad, a través de los profetas, visiones, manifestaciones teofánicas, e incluso de Su Creación, el Todopoderoso sorprendió a todos enviando a su más precioso mensaje en Carne y Hueso. Es decir, Se condescendió de tal manera con la situación de los hombres perdidos en sus errores, que tomó la actitud que causaría el mayor impacto ya presenciado en el universo. Una acción que sería digna de una sufrida, pero deleitosa contemplación: envió a Su Hijo al mundo. Así, el Señor Jesús se humilló a Si mismo para hacerse hombre, a fin de hacer al hombre volverse hacia Él.
La invisible manifestación de la Trinidad en el principio de la Creación se refleja en la Persona de Jesús, cuando asume Su misión de vivir entre los hombres.
El Creador, por quien todas las cosas vinieron a existir, Se hizo semejante a una criatura, así como nosotros. Incluso, nacido como cualquier ser humano: del vientre de una mujer. El Señor Jesús asumió nuestra naturaleza y recibió un cuerpo humano, Se hizo bebé, un niño, un adolescente y hombre. Sintió necesidades, debilidades y tristezas. Vivió todo lo que vivimos, tuvo hambre, sed, cansancio, frío, sueño y dolores.
Él tuvo que someterse a las limitaciones de Su humanidad para aprender a leer, escribir y hasta estudiar los libros de la Ley. Como Sus padres, el Señor Jesús incluso tuvo que adquirir una profesión. A causa de eso, tuvo sus manos callosas por el oficio de carpintero.
Antes, en su convivencia cara a cara con el Padre no exigía oración. Pero ahora, para hablar con Él, el Hijo tendría que elevar Sus pensamientos, así como nosotros. Extrañaba muchísimo al Padre, y a causa de eso pasaba las madrugadas enteras orando. No es difícil imaginar que, al dormir, Él soñaba con el cielo y con la gloria que antes disfrutaba. Además de haber dejado todo eso, el Señor soportó las tentaciones del diablo y las humillaciones de los pecadores.
Sin embargo, en todo momento, Su conducta llena de gracia y de verdad mostraba la compasión, sinceridad, mansedumbre y lealtad al Padre. Nunca impuso Su voluntad, nunca coaccionó a nadie a seguirlo y nunca se exhibió como Dios.
El Señor Jesús cargó en si las dos naturalezas de modo perfecto y distinto. Él fue completamente Dios y, al mismo tiempo, completamente gente, como nosotros.
La Sangre derramada en la cruz fue del hombre perfecto, y también de Dios, asumiendo el lugar de cordero. Por ello, es capaz de limpiar la suciedad del pecado y atribuir justicia al pecador.
Durante la vida, un judío sacrificaba muchos corderos para alcanzar el perdón por sus transgresiones. Pero ahora, el holocausto hecho por los sacerdotes se terminaba, pues un Único Cordero inmolado sería capaz de purificar los pecados de todas las personas, en todas las generaciones, que creyesen en Su Obra y se arrepintiesen.
Aún haciendo lo que hizo, el Señor Jesús no impone al ser humano amarlo. Lo que Él espera como reconocimiento debe venir con espontaneidad.