Adriana Fonseca, de 43 años, frecuentaba la Iglesia Universal en su juventud y aprendió la importancia de usar la fe inteligente. Después de un tiempo, se apartó. En esa época, su hijo Levi, que tenía alrededor de un año, comenzó a sentir comezón en todo su cuerpo. Ella lo llevó al médico y le diagnosticaron alergia a los suavizantes de ropas. A pesar de ya no usar el producto, la comezón empeoró.
El aprendizaje espiritual que había adquirido la llevó a comprender que el mal no la tocaba, sino que había decidido atacar a su hijo para hacerla sufrir, pero ella, contrariamente al juego del diablo, se aferró aún más a Dios y ejerció su fe. En la Iglesia Universal fue recibida con toda la atención.
“Dejé en claro que quería estar, en espíritu y en verdad, bajo la autoridad Espiritual. El pastor oró fuertemente, dijo que yo era una mujer de Dios, que me mantuviera firme y que, de esa manera, mi hijo sanaría”, dice. Al realizar nuevas consultas médicas, el diagnóstico de alergia, cambió a dermatitis atópica y luego a dermatitis seborreica (con descamación y enrojecimiento).
Era una lucha contra el mal. Levi no podía tocar nada que tuviese algún olor, ya que eso le causaba picazón y más llagas. Adriana Fonseca, 43 años, (Asistente de Acabado Gráfico)
Los medicamentos, según Adriana, no hacían efecto.
La piel de Levi se volvió muy sensible, cualquier cosa la irritaba, incluso el calor. Para empeorar, contrajo varicela, que le provocó muchas llagas y lo obligó a pasar diez días aislado.
Adriana escuchó del dermatólogo que no había cura para tal dermatitis. “Rechacé esa noticia, porque Dios me dio a mi hijo sano y yo no aceptaba esa enfermedad”, recuerda.
“Fue una lucha contra el mal. Levi no podía tocar nada que tuviese algún olor, ya que eso le causaría picazón y más llagas”, dice Adriana. A pesar de las dificultades, decidió ir con su hijo a la Iglesia. En la reunión, se pidió que los enfermos fueran llevados al Altar. “Allí comenzó su sanación. La piel de mi hijo estaba gris por todos los antibióticos que estaba tomando, pero cuando llegué a casa y lo puse a dormir, vi que recuperó su color normal, lo que mi esposo también notó.
Con el paso de los días, dejó de rascarse y los olores ya no incomodaban. Las costras de las heridas se caían y no se formaban nuevas. Ya tiene siete años, está sano y no tiene secuelas”, señala Adriana. Agrega: “Estoy muy agradecida con Dios por no dejar que mi fe decaiga en ningún momento. Hoy ayudo a otras personas a no perder la fe y a confiar siempre en Dios”.