La primera Iglesia en Bahía era en la calle Tijolo, en Salvador. Recuerdo bien cómo las personas llegaban allí deseosas de conocer al Dios que estaba siendo anunciado por la televisión.
El lugar era muy pequeño y casi siempre había más gente afuera que adentro. El obispo Paulo Roberto Guimarães era el responsable, y yo lo ayudaba. El trabajo era bastante intenso.
Recuerdo que después de atender a las personas, de participar y de hacer las reuniones todo el día, a la noche no quedaba espacio para la preocupación: el sueño era pesado, a pesar del lugar, que después de cierta hora era invadido por adictos y prostitutas que golpeaban las puertas provocando un ruido enorme en ese subsuelo. Hubo una noche, sin embargo, en la que me desperté molesto por algo y me levanté. Cuando encendí la luz, vi el piso de esa oficina tomado por las cucarachas – la temperatura debía estar en unos 40 grados.
Puse el ventilador encima mío y me cubrí con la sábana, pero no se podía, se hacía imposible dormir.
Decidí, entonces, agarrar el colchón y dormir en el altar. Fue una buena idea, hasta que comencé a oír un ruido extraño, parecía una carrera. Me levanté, encendí la luz y me encontré con ratas de las que nunca más me olvidé por lo enormes que eran. Pero me fui amoldando. Estuve allí durante algunos meses.
Recuerdo que muchas veces llegaban pastores de Rio de Janeiro y, una o dos semanas después, decían que no se podía estar allí en esas condiciones; otros daban alguna excusa y se iban. Me quedé solo durante un buen tiempo.
Hoy la situación es otra. La iglesia creció, adquirió una infinidad de templos, tenemos una de las catedrales más lindas de Brasil, y aquí estoy de vuelta después de 28 años.
Reflexionando sobre todo, tengo la certeza de que lo que me sustentó en ese comienzo difícil fue la fe en la Palabra de Dios. No teníamos esta cantidad de material que tenemos hoy, no había internet, pero lo poquito que recibíamos lo tratábamos como precioso maná. Recuerdo que Paulo hacía un movimiento fuerte de milagros, sin embargo siempre tenía una palabra que alimentaba a las personas que llegaban.
Los milagros, sin duda alguna, son importantes, pues si no fuese así no habríamos recibido la orden expresa del Señor Jesús para que curáramos a los enfermos y liberáramos a los endemoniados.
En la primera reunión de domingo aquí en Salvador, muchos milagros sucedieron, personas curadas al instante, testimonios espectaculares en la reunión de las 9:30 hs. de la mañana. Sin embargo, lo que me dejó súper feliz, fue cuando pregunté quién estaba en la iglesia desde la época de Tijolo, los llamé al altar, oí historias de personas que enfrentaron el infierno, pero que nunca abandonaron la fe.
Oré por ellos y les pedí que extendieran las manos y bendijeran a esas 7 mil personas para que ellas también permaneciesen firmes.
La presión del infierno es muy fuerte sobre todo el mundo. Los pastores que no aguantaron la presión de ese comienzo difícil y dejaron la Obra participaron de milagros extraordinarios, vieron multitudes siendo curadas y liberadas. Sin embargo, lo que realmente sustenta y hace que la persona permanezca es el valor que ella le da al alimento espiritual que recibe. Esta es la fe que vence al mundo.