El equilibrado no es emocionalmente descontrolado. Él piensa, analiza. No se deja llevar por el corazón, por la amargura, por las dudas, por la rabia, por el chisme, por los celos. El sobrio es vigilante y despierto, a veces, “traga sapos para no ser distraído por ellos. Escoge no manchar la consciencia y, para eso, muchas veces, dan la otra cara. Perdona, no porque la otra persona merezca, sino para mantenerse limpio delante de Dios. Mira con buenos ojos, no por ingenuidad, sino para mantener su corazón puro delante de su Señor.
Mantener el equilibrio exigirá quebrar los viejos hábitos e incluirá, la contrariedad del cambio.
El fracaso familiar me llevó a sentirme impotente
Sentía que mi vida se hundía en el sufrimiento.
Tenía muchas preocupaciones con mis hijos, me sentía impotente al ver como la vida ellos se desmoronaba y no había forma de ayudarlos.
Después de varios años de duro trabajo para que mi hija pudiera estudiar en la universidad, ella simplemente dijo que no iba estudiar más, aunque ya le faltaba poco para culminar su carrera. Se tornó rebelde y aclaró que no estudiaría más, que se dedicaría a trabajar, y se fue.
Mayormente reaccionaba con agresividad cuando ya era demasiado tarde.
Por otro lado, descubrí que mi hijo estaba consumiendo drogas, pero aún así no lo estigmaticé y decidí apoyarlo para que siguiera estudiando, por momentos pensaba en internarlo en un centro de rehabilitación, pero no tenía dinero para eso. Aunque no les decía nada, pero “a mi manera” le pedía a Dios que los ayudara.
La situación se tornó insostenible, emocionalmente, cuando me despidieron del trabajo. Empecé a tener problemas para conciliar el sueño, me levantaba de madrugada y pensaba con dolor en mi hijo. Pensé que les había dado todo, pero nunca me fijé que ellos eran personas vacías. Mi mamá asistía a la Iglesia Universal y me invitó. Desde la primera reunión a la que fui, supe que estaba en el lugar correcto. Yo me entregué por completo a Dios, reconocí que necesitaba de Él en mi vida, me bauticé y tuve la certeza que Dios me había perdonado. Después participé en una Hoguera Santa y coloqué todo mi ser en el Altar y la respuesta de Dios fue sorprendente.
A los cuatro meses mis hijos regresaron a la casa, liberados del vicio y de la rebeldía. Hoy ellos son motivo de alegría. Mi vida económica solvente y mi familia fue restaurada totalmente, pero por sobre todo, mi felicidad y paz, proceden de mi relación con Dios.