Colocando la ropa para lavar, ya separada por colores, llegó el turno de las blancas. Revisando una por una, buscando manchas, me deparo con ella – la camiseta del uniforme de mi hija (si un texto pudiera tener banda sonora, ahora estarías escuchando una musiquita de terror). Las manchas de salsa de frambuesa me miraron e instantáneamente tomé la pistola de producto quitamanchas y comencé a refregar.
Mi pensamiento voló al primer día de clases de ella, los años en la educación primaria, en donde casi siempre aparecía a la salida del colegio manchada, despeinada, y yo, enojada, la comparaba con los otros niños, a veces llegaba a reclamárselo a ella (híper equivocado de mi parte – pero solo ahora me doy cuenta).
Y en aquel momento en que estaba obsesionada, refregando y refregando aquella mancha, insistiendo para que desapareciere, fue que dejé de lado los recuerdos y lamentos, y comencé a pensar: “¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué insisto tanto en exterminar esta suciedad? ¿Por qué es tan importante que esté con la camiseta perfecta?
Y la respuesta va más allá de un simple capricho – solo quien ama hace esto.
Solo el amor es capaz de pagar el precio para lavar, purificar. Solo quien ama ve la “mancha” y dice la verdad, sin miedo de perder, porque no quiere ver al otro sucio.
Como madre, quiero verla limpia, porque todos tenemos una conciencia (desde que nacemos) que es vergonzoso estar sucio – ¿Has visto que hasta un bebé con un pañal sucio comienza a llorar?
Hoy, ya no es por mí que lo hago – no es por mi reputación como madre – hoy es por amor a ella.
Dios, como Padre, hace eso con nosotros todo el tiempo. Él nos quiere ver limpios, purificados, separados. Cuando quieres ser limpio, quieres aproximarte a Él, y entonces Él hace visible a tus ojos aquellas manchas que antes no veías o con las que ya te habías acostumbrado a vivir.
Y puedes estar seguro que la nueva ropa que Él te da, ahhh, es tan blanca como ninguna lavandería en la tierra podría blanquear.