“Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.” (Juan 6:53)
En el pasado el pueblo de Dios estaba acostumbrado a comer la carne del cordero una vez al año, en la celebración de la pascua, pues ese día el pueblo recordaba la liberación de la esclavitud en Egipto.
Comer de la carne del Señor Jesús y beber de Su sangre, significa tomar del sacrificio expiatorio del Cordero de Dios, apoderándonos así de la vida que Él nos concedió por medio de Su muerte.
Jesús es llamado el Cordero de Dios, porque purifica los pecados de aquellos que asumen su fe en Él y reciben la Vida Eterna que vino a traer.
Al participar de la santa cena debemos tener esa conciencia, que estamos comiendo el pan que representa Su carne y el jugo de uva que representa Su sangre.
“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores”. (Isaías 53:4)
Isaías profetizó que Jesús llevó nuestras enfermedades, por eso los enfermos que participan con fe, creyendo que el sacrificio de Jesús le sanará, así sucede; pues están comiendo y bebiendo de la salud del Señor Jesús.
Muchos piensan que Jesús ya sacrificó y por eso no tienen que sacrificar. Este pensamiento está errado y lleva a muchas personas al infierno. Por eso, vemos a tantos cristianos que conocen la biblia, pero sus vidas son un fracaso.
Hay muchos que dicen creer en Jesús, pero no quieren renunciar a sus voluntades. Dios quiere ser prioridad en su vida y para esto es necesario un intercambio: toda su vida, por la vida de Jesús. Su entrega debe ser 100% ¡Es vida por vida!
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.” (Lucas 9:23)
Esto quiere decir, amarlo por encima de todo y no sustituirlo por cosas o personas.
Las personas sacrifican por todo, por un novio, por sus hijos, por un diploma, sólo no quieren sacrificar para tener a Jesús. El sacrificio de Abel agradó a Dios, porque lo hizo con cuidado y dedicación. Igualmente, antes de presentarnos delante de Dios debemos prepararnos, para recibir el Espíritu Santo, pues sólo así alcanzaremos la verdadera felicidad.
Quien busca ser feliz sin incluir al Espíritu Santo en su vida, ¡fracasará! pues el espíritu de la felicidad es el Espíritu Santo.
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