No hay amor sin que haya fidelidad, así como no hay fidelidad si no hay amor, teniendo en vista que la fidelidad forma parte del carácter leal del amor, razón por la cual la fidelidad es el amor en ejercicio.
El Espíritu Santo ha permitido que pasemos por mil tribulaciones, a fin de probar nuestra fidelidad hacia nuestro Señor Jesús. Un ejemplo de esto es exactamente los diezmos y ofrendas, pues sabemos que los diezmos significan la fidelidad hacia el Señor. Es claro que Dios no necesita los diezmos, pues no come, no bebe, no paga alquileres, etc. Él no necesita manipular dinero o algo parecido, porque es Espíritu. Pero cuando alguien se propone a obedecer su Palabra y pagar los diezmos, está nada más, nada menos que reconociendo a Jesús como el Señor de todas sus cosas, es decir, que el Señor le dio lo que tiene, y que por de ello debemos devolverle la décima parte para el desarrollo de su Obra o de su Reino aquí en la Tierra. ¡Esto es fidelidad a Dios!
En cuanto a las ofrendas, hay una gran diferencia con respecto a los diezmos porque si los diezmos expresan la fidelidad, las ofrendas expresan el amor a Dios, pues no hay obligatoriedad; la persona da una oferta de acuerdo con el amor que tiene para con Dios y su Obra, espontáneamente. Pero ahí surge una pregunta: ¿no son la fidelidad y el amor inseparables? ¿Cómo puede haber entonces separación de las ofrendas y diezmos, si cada uno expresa simultáneamente el amor y la fidelidad?
Es fácil comprender este asunto, cuando se ejemplifica: muchas veces, el cristiano se vuelve legalista, es decir, procura obedecer a la raya lo que está escrito, sin embargo, envolverse espiritualmente o poner el corazón en lo que hace para su Señor. Es el caso de aquel que paga los diezmos con absoluta fidelidad y exactamente lo que representa el diez por ciento del salario bruto. Con esta actitud, declara su amor y fidelidad a Dios, «Porque está escrito, y debe obedecer» (ver Josué 23.6). Sin embargo, porque él cumplió con su «deber» bíblicamente, omite las ofrendas, o cuando mucho, contribuye con alguna ofrenda que no le hará falta, sólo «porque el pastor pide o la bolsa pasa.
En realidad, esta actitud, aunque parezca correcta ante la iglesia y el pastor, distorsiona el espíritu de amor, porque cuando pagamos los diezmos, debemos hacerlo conscientes de que amamos a Dios ya su criatura, y queremos verla salva lo más rápido posible, así como un día lo fuimos. De ahí, la fidelidad en los diezmos se convierte en un placer en contribuir al engrandecimiento del Reino de Dios aquí en el mundo. Cuando sumamos a los diezmos las ofertas, nuestro amor y pasión por las almas perdidas se toman una obsesión.
El Espíritu Santo ha visto y asistido la fidelidad de cada uno de nosotros, especialmente cuando «las cosas no van como esperamos». Porque es muy fácil demostrar la fidelidad mientras todo va bien, pero cuando el cielo está oscuro y la tempestad empieza a caer, cuando todas las puertas se cierran y nadie busca extender la mano en un gesto de solidaridad y sólo la desesperación es compañía, nuestra fidelidad es probada y provocada. Porque ser fiel dentro de la iglesia no es nada, es fuera de ella que el carácter fiel es probado.
Mi amigo lector, si usted es cristiano realmente y está pasando por algún problema difícil, y que por ser tan difícil está sacudiendo su fe y, consecuentemente, su fidelidad hacia Dios, sepa que el Espíritu de Dios no lo abandonó y está asistiendo a todo lo que pasa con usted, y de acuerdo con Sus promesas:
“Los ojos del Señor están sobre los justos, Y atentos sus oídos al clamor de ellos. (…) Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón; Y salva a los contritos de espíritu”. Salmos 34:15;18
Una cosa va a suceder en este momento, si usted lo invoca de todo su corazón. Por lo tanto, no vacile, porque las nubes, por más negras que puedan ser, tarde o temprano desaparecerán. ¡Quédese firme!
“No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”. Apocalipsis 2.10