Toda la vida del Señor Jesús nos sirve como modelo perfecto de lo que debemos imitar y desear ser. Quiero resaltar hoy, en este texto, uno de los lados de Su vida que más admiro: Su comunión con el Padre.
Desde la eternidad, el Señor Jesús es co-igual a Dios (Jn 1:1), es decir, comparte la misma divinidad, esencia, poder y todos los demás atributos.
Entonces, sabemos que el Señor Jesús siempre tuvo libertad para ser y actuar como bien quisiera. Pero, en ningún momento, lo vemos usar esa libertad para desobedecer a Dios. Por el contrario, el Hijo siempre afirmó que Él tenía placer y voluntariedad en someterse al Padre.
Por esa razón, al leer los Evangelios, nos damos cuenta que nuestro Salvador dejaba claro que todo lo que hacía era la voluntad del Padre; lo que hablaba era justamente lo que había oído del Padre; y las obras que realizaba era lo que el Padre había determinado. En algunos momentos, vemos que ni siquiera una agenda propia Jesús había trazado, pero el Padre elegía los lugares y las personas y determinaba cómo el tiempo de Él sería gastado.
Jesús vivió en este mundo corrupto, rodeado de pecadores y vestido de fragilidades como nosotros, pero en ningún momento dejó de tener comunión incesante con Dios. Es decir, aunque el Señor Jesús haya dejado el seno del Padre, su gloria como Unigénito, la belleza y la singularidad del Cielo, aún así Él conservó dentro de Sí el brillo del Alto y nunca Se dejó influenciar por nada y nadie.
Vivir siendo UNO con el Padre fue el gran secreto para que nuestro Salvador venciera todo. Pienso que, en Su conciencia, pulsaba en cada instante la presencia real de Dios, como si estuviera mirando en sus ojos constantemente.
Quien tiene una comunión así, no tiene miedo de la soledad, de las incomprensiones, de las injusticias ni de cualquier otro mal.
Jesús sabía que, pronto, sería rechazado por los líderes máximos de Israel, sería traicionado por uno de Sus discípulos y sería abandonado por los demás, sin embargo no Se sentía solo o resentido.
“Y Aquel que Me envió está Conmigo. El Padre no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que Le agrada. ” Job 8.29
Incluso en la expectativa de vivir los momentos más sombríos de Su existencia, cuando los hombres lo iban a levantar en la cruz para morir como malhechor, Jesús ofuscó Su visión. Él estaba seguro de que sería crucificado, pero, como Salvador y Siervo. Cuando los que se hicieron Sus enemigos intentaban dejarle avergonzado, estaban, de hecho, conduciéndolo victorioso de vuelta a Su casa. Cuando quisieron humillarle públicamente, espiritualmente, estaban coronándole de gloria.
Mientras la cruz era la mayor vergüenza del mundo, para Jesús, era el instrumento más grande de revelación de Su identidad como Mesías. Sólo ella mostraría al mundo el Nombre precioso que Dios ofreció a los hombres para que fueran salvos: JESÚS. Y sólo así lograría probar el tamaño de Su amor por la humanidad dando una Ofrenda tan perfecta.
Por lo tanto, no se extrañe que en el camino del honor, Dios permita que usted sea humillado, porque esa es la manera de Él coronarnos con la mayor exaltación: la vida eterna. Pero para ello necesitamos aprender a vivir como el Señor Jesús, que hacía SIEMPRE lo que agradaba al Padre.