Hoy en día, móvil, ropa, zapatos, bolsos, coche, entre otros bienes, valen no por ser artículos útiles a la vida, y sí por el valor que reciben cuando los ostentamos. Para satisfacer el deseo de atraer atención de los demás y presumir un cierto status, las personas son capaces de adquirir muchas deudas sin la menor parsimonia.
La economía se beneficia mucho de la vanidad aumentada de la humanidad. El consumismo hoy es una triste rutina alimentada por las propagandas en el medio, que dictan lo que usted y yo necesitamos tener.
Por ejemplo, cuando algo sale en los desfiles de moda, aunque no agrade a primer vista, termina siendo adherido de tanto que es mostrado. El bombardeo es tan grande que, de repente, las personas como si fueran zombis, se van detrás del producto sin ni siquiera necesitarlo.
Resistir a esa rueda viva no es fácil, pues la vanidad está profundamente enraizada en la naturaleza humana. Y no son todas las veces que logramos separar el deseo de la necesidad.
En esta generación, en que no basta tener el móvil último modelo, y si mostrarlo a todo el mundo, el mensaje que se pasa es el siguiente: lo que realmente importa es alimentar la imagen que los demás tienen a su respecto. Para ello, vale lo que es exterior y muy visible, ignorando totalmente lo que es interior e invisible.
De este modo, son perdidos los bienes más valiosos de la vida, que son los permanentes, como la verdad, la paz, la alegría, la simplicidad y muchos más. Y, en el mundo de la ostentación, cosas, personas y hasta virtudes, como la “humildad” y la “bondad”, se tornaron meros productos a mostrarse. Por lo tanto, el sentido común se ha tornado una rareza en los estantes de la existencia.