Durante tres años, al lado del Señor Jesús, los discípulos
vieron demostraciones extraordinarias de poder. Por ejemplo, en dos ocasiones presenciaron
a una gran multitud siendo alimentada completamente de forma milagrosa. También
vieron a los ciegos ver, a los paralíticos caminar, a los leprosos volverse
limpios y tantos otros hechos. Además de eso, contemplaron los milagros que más
me llaman la atención: la resurrección de los muertos.
Imagine la escena de la viuda de Naim, en lágrimas,
atravesando el portón de la ciudad con el único y joven hijo muerto. En el
camino estaba el Señor. El dolor, la muerte y la desesperación se toparon con
la Vida. Con tocar el féretro, el joven se levantó. Así sucedió con la hija de
Jairo y también, de forma aún más asombrosa, con Lázaro, que estuvo muerto
durante cuatro días.
Aunque todos esos milagros hagan referencia a la gloria de
Dios y a la capacidad de ayudar a tantas personas, no vemos a los discípulos pidiendo
aprender a hacerlos. ¿Sabe por qué? Porque había algo que el Maestro hacía, que
era más aún más extraordinario: la forma en que hablaba con el Altísimo.
Aquellos hombres conocían las Escrituras y nunca habían
visto a alguien con tanta intimidad e intrepidez en la oración. Ante esto,
notaron que no tenían idea de lo fundamental que es la vida espiritual, y que
aprender a orar era más importante que aprender a hacer milagros.
El Señor atendió la petición e inició Su enseñanza difundiendo
un concepto profundo sobre el tipo de relación que debemos tener con Dios al
llamarlo Padre.
Así, Él nos reveló que Dios era Su Padre, pero que también
deseaba ser nuestro Padre.
Tal vez usted, como yo, no tuvo una buena figura de padre
terrenal. Diariamente, veo ejemplos de mujeres que sufren porque son hijas de
padres desconocidos, ausentes, alcohólicos, abusivos o crueles.
Sin embargo, tener a Dios como Padre suple todas las
carencias pasadas y se convierte en la mayor gloria que el ser humano puede
alcanzar y el premio superior de la existencia humana. Pero ese premio solo se
le da a aquellos que pasaron por el proceso legítimo de la adopción. Es decir,
a los que fueron engendrados por Él, que murieron para su naturaleza corrompida
y nacieron de nuevo.
Tener el privilegio de llamar “Padre” a mi Señor, fue una de
mis mayores alegrías. Sé que Él tiene muchos Nombres preciosos, pero, para mí,
Padre es el mejor. No me canso de decir “Padre mío”. A veces, en el silencio de
mi cuarto, ni sé qué decir, pero sé que alegra mi corazón, y el de Él también,
balbucear como un niño: “Papá…”
Entonces, usted puede pensar que es una exageración llamar a
Dios “Papá”, pero le digo que el Espíritu Santo reafirmó la libertad que el
Señor Jesús nos había dado al decir:
“Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu
de Su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6).
La palabra “Abba” pertenece a la lengua aramea y fue
conservada en algunas traducciones de la Biblia. Esta expresa el mayor grado de
intimidad entre el hijo y su Padre. La palabra “Padre” es formal, como en la
lengua portuguesa, pero “Aba Padre” es informal, familiar y totalmente íntimo.
Decir “Abba Padre” es lo mismo que decir “Mi querido Padre”; “Papá”; “Papi”…
Ya no somos huérfanos, tenemos un Padre amoroso, justo,
atento, que nos invita a tener comunión con Él.
Pero cabe recordar que el derecho de llamarlo Padre solo se
le da a quien de hecho es hijo. Y esa certeza no es producida por nosotros y no
proviene de los demás, sino que es dada por el Espíritu Santo, por medio de Su
testimonio interno. Es decir, es el Espíritu Santo el que le habla a usted, de
manera personal, si Dios es su Padre, y nadie más puede oír esa Voz.
Y, si somos hijos, también somos herederos de todo junto con
el Señor Jesús.